—Con el tiempo, te terminarás acostumbrando, hombre, ya lo verás.
EscuchĂ© aquella frase hace más de seis años, los que llevo aquĂ.
Al principio fue muy duro, tardé meses en acostumbrarme a aquella soledad, una soledad rodeada de nubes negras o brillantes estrellas de número incontable.
DespuĂ©s, poco a poco, el tiempo se convirtiĂł en algo intangible, sin importancia, carente de sentido. Mis dĂas eran las noches de los demás y mis noches largas horas de vigilia. PerdĂ el respeto por los horarios normales y me dejĂ© ganar por el reloj biolĂłgico para las necesidades más básicas de mi cuerpo. ComĂa cuando tenĂa hambre, sin importarme si era turno del almuerzo, el desayuno, una merienda o la cena.
Al cuarto mes, tirĂ© mi reloj y, al quinto, preparĂ© una pequeña fogata gestada con las páginas de un calendario en el que habĂa ido tachando el paso de mis dĂas aquĂ.
Desde que lleguĂ©, mi Ăşnico contacto con otro ser humano era cada viernes con un tal CristĂłbal. Un tipo huraño, imberbe, que vivĂa en pleno bosque, a las afueras de Diez Ciudades, y a quien le habĂan encomendado la tarea de hacerme la compra y llevármela hasta aquel culo del mundo.
Apenas le vi los viernes de los dos primeros meses. Las primeras ocasiones esperaba ansioso su llegada, no tanto por los manjares que pudiera traerme —que pronto descubrĂ que no habĂa ninguno—, sino por la posibilidad de entablar conversaciĂłn con alguien.
Yo estaba allĂ, sin cobertura en el mĂłvil y sin nadie con quiĂ©n hablar.
Un inciso, ahora que digo esto, tampoco tenĂa a quien llamar... Mi mujer me habĂa dejado poco antes de venirme para acá, que aceptase aquel trabajo fue, segĂşn sus propias palabras, la gota que colmĂł el vaso, pero... A ver... Tampoco tenĂa muchas más opciones. No tuvimos descendencia, algo que ella siempre achacĂł a mi evidente, segĂşn ella de nuevo, problema de esterilidad —ni ella era mĂ©dico ni yo me habĂa hecho ninguna prueba...—. Como decĂa, no tuve hijos ni hijas, por lo que tampoco a aquellos les hubiera podido llamar. Y familia... Familia me quedaba poca y sin trato. De cualquier manera, tampoco habĂa cobertura. AsĂ que, cuando supe que CristĂłbal vendrĂa el viernes, me alegrĂ©. No se me olvidará aquel primer encuentro.
Era por la tarde, me habĂa levantado no hacĂa mucho de la cama —por entonces dormĂa una media de 6 o 7 horas—. Entonces, salĂ a buscarlo y le vi con aquel rostro sombrĂo, desganado, más bien molesto por la tarea que le tocaba realizar. CargĂł la comida en unas cajas y estas en un carro y avanzĂł hasta la escalinata mientras yo, desde mi silla —por cierto, no puedo caminar, tengo una minusvalĂa provocada por un accidente de tráfico hace muchos años—, le observaba aĂşn risueño.
—Usted debe ser CristĂłbal. Muchas gracias por traerme la comida, ya ve que yo asĂ... —. Y, antes de que terminara la frase, me respondiĂł con un "grgr" y levantĂł la cabeza a modo de saludo. AcercĂł la compra a un cuarto en donde tenĂa una pequeña cocina y una nevera. ColocĂł la comida y se marchĂł por dĂłnde habĂa venido, soltando un nuevo "grgr" —a modo de despedida, deduje— cuando pasĂł junto a mĂ.
Pues adiĂłs hombre, adiĂłs.
Volvà a intentarlo durante unos ocho viernes más, con el mismo éxito, hasta que mermó mis ganas y dejé de salir a esperarlo, por lo que me cruzaba apenas unos minutos con él en el cuarto mientras cargaba la nevera.
A partir de aquella Ă©poca, comencĂ© a alargar mis horas de sueño. Me acostaba a las 8 o 9 de la mañana y me levantaba a las 7, con el tiempo justo de asearme —al menos al principio lo hacĂa diariamente—, preparar alguna cosa de comer y colocarme en posiciĂłn para iniciar mi labor de vigilante del observatorio de Diez Ciudades. Un observatorio abandonado por los cientĂficos hacĂa muchos años, pero que mantenĂa a un vigilante nocturno por si en algĂşn momento hacĂa falta echar un ojo por aquellos espectaculares telescopios. Nunca entendĂ aquella extrañeza y nunca tuve a quien preguntar.
El Observatorio no vivĂa sus mejores momentos. Era una ruina, en realidad. Cuando lo construyeron allá por los años 40 o 50, segĂşn tengo entendido, maravillĂł a cuantos lo visitaron. Un edificio alto, que simulaba un faro costero y que tenĂa un edificio anexado en forma piramidal. Por fuera, la pizarra, piedra autĂłctona de la zona, le daba elegancia y unos fulgores especiales cuando la luz del sol incidĂa sobre sus paredes. Una gran escalinata llegaba hasta la pirámide y surgĂa desde un camino embaldosado que llevaba hasta una carretera. El acceso al edificio se habĂa contemplado como un bonito paseo para las familias o los turistas que quisieran acercarse hasta allĂ. Se plantaron árboles, se pusieron farolas, se hicieron aceras... Ahora todo se veĂa arrasado por malas hierbas, por raĂces de árboles que habĂan decidido invadirlo todo. Las baldosas, que un dĂa dieron aspecto de firmeza a aquel suelo, estaban rotas, levantadas, quebradas por el hielo y el frĂo de los duros inviernos. La cara amable del edificio se veĂa oxidada a causa de las piezas metálicas que habĂan ido sosteniendo las láminas de pizarra. El tiempo habĂa pasado, muchos años y mucho abandono. Eso era lo que quedaba.
Por dentro, la elegancia inicial, la modernidad de aquel entonces, daba ahora paso a grietas, paredes con humedades, pinturas desconchadas, olor a frĂo y moho. La zona principal del edificio, la parte de la pirámide, en donde se encontraban tres de los cinco grandes telescopios, no habĂa vuelto a ser visitada por nadie más que por mĂ. Que de tanto en tanto, cada vez con menos premura, menos ganas y más tiempo entre una vez y la siguiente, quitaba un poco el polvo o barrĂa el suelo. Alguna noche, de esas en las que el cielo se riega con ese polvo de asteroides que cruza la atmĂłsfera y nos fascina con su brillantez, me acerco a la sala y pongo en marcha uno de esos ojos gigantes y me embeleso allĂ, observando. Esta sala y un pequeño despacho anexo al fondo, son mi lugar de trabajo. Gravito de uno al otro, deslizándome con mi silla sin un pensamiento determinado, solo el de cumplir con mi tarea: estar pendiente por si alguien me necesitase desde alguna parte del mundo.
La zona del faro es la que me habilitaron como vivienda. Un cuarto de baño con una ducha y una sala en la que conviven una cama de 90, una nevera, cuatro muebles de cocina, un sofá, una pequeña mesa y una silla. Mi ropa cabe en un pequeño armario ubicado al fondo de la sala. Este es el espacio en el que duermo, como y cago. Tampoco es que pueda hacer mucho más. AsĂ que, con lo que hay, es suficiente. Hay otra estanterĂa, quizá mi favorita, repleta de libros sobre astronomĂa y algunas novelas que ha ido trayendo el simpático de CristĂłbal cuando le he pedido algo de lectura. Si me desvelo en mis mañanas, tomo un libro, cualquiera de ellos, y en veinte minutos los ojos se me han cerrado y me disperso en el mundo de los sueños.
La vida no ha sido fácil, ni difĂcil tampoco. No sabrĂa ni siquiera como llamar a esto. AquĂ solo, durante seis años, segĂşn tengo entendido —me lo confirmĂł un dĂa CristĂłbal porque yo ya habĂa perdido la cuenta—, no sĂ© si puede llamarse vida o quĂ©. Me acostumbrĂ© a vivir sin la presencia de nadie más, solo la mĂa. Me acostumbrĂ© a escuchar a mis fantasmas, sobre todo durante el primer año. Me angustiaban aquellas conversaciones conmigo mismo, tendido en la cama. El eco de una vida anterior, por la que habĂa transitado sin darle mayor importancia, me pasaba factura. Fantasmas que me recordaban lo que un dĂa tuve y nunca más volverĂa a tener. Fantasmas que me visitaron para culparme de mi propia dolencia, de mi propio traumatismo y de la desesperaciĂłn de aquella familia a la que dejĂ© sin hijo por causa de una enfermedad patĂ©tica y grotesca que padecĂ y de la que ahora ya estoy curado —sin más remedio a falta de aquello que la motivaba y ponĂa en marcha—. Fantasmas de dĂa y de noche que me susurraban al oĂdo desgracias acontecidas por mi culpa. Pero me acostumbrĂ©, tambiĂ©n a aquello, a convivir con mi culpa y con aquel dolor aferrado en el pecho. Ya ni lo siento, aunque sĂ© que está ahĂ, porque cada vez que me muevo, gracias a dos grandes ruedas, me obligo a recordarlo.
Un dĂa apareciĂł un coche diferente al que traĂa CristĂłbal cada viernes con la compra. Era un coche pequeño, de color verde, muy silencioso y que me pillĂł completamente dormido. El estrĂ©pito del ruido de un timbre, que nunca habĂa oĂdo sonar, hizo que el corazĂłn casi se me saliese por la boca y a punto estuve de echarme a correr olvidando que necesitaba mi silla para poder moverme. Al abrir la puerta principal del edificio, un rostro desconocido vino a darme la triste noticia: CristĂłbal ya no vendrĂa más, debĂa de haberse marchado, no habĂa avisado y no sabĂan nada de Ă©l. Ya tenĂan a un sustituto.
No sĂ© por quĂ© me lo tomĂ© tan mal, si aquel hombre nunca habĂa cruzado más de un par de gruñidos conmigo, excepto en su Ăşltima visita, el viernes anterior. Ese dĂa habĂamos intercambiado alguna frase más porque yo le preguntĂ© que sĂ sabĂa cuántos viernes llevaba trayĂ©ndome la comida y con ella sus silencios. Me respondiĂł un poco de malas maneras y yo me enfadĂ© otro poco, aunque conseguĂ que me contestase que ya llevaba seis años trayĂ©ndome aquella compra.
El tipo de la entrada se fue, me metĂ dentro y llorĂ©, absurdamente, con culpabilidad y autĂ©ntica tristeza, porque sabĂa que, a pesar de todo, le echarĂa de menos. Era todo mi contacto con el exterior.
No sé entonces que le pasó a mi cabeza, ni en qué punto me pudo hacer aquel "clic" que desvirtuó toda mi realidad y me convirtió en un loco en silla de ruedas. Era una sensación extraña porque era plenamente consciente de mi locura, pero la observaba desde fuera, como si la mirase con aquel telescopio de la gran sala. Y entonces, apareciste tú, para volver mi mundo a la normalidad, para dejar mi cabeza en su sitio.
De un dĂa para otro, dejĂ© de moverme desnudo por los alrededores del faro cantando y bramando como un vikingo en pleno ataque de euforia. DejĂ© de mover sin ton ni son mi cabeza de un lado a otro; dejĂ© de romper en mil pedazos cada hoja de cada uno de los libros que tenĂa en aquella pequeña estanterĂa. Me habĂa llegado a comer más de un libro y más de dos hechos pequeñas miguitas de papel. Los Ăşltimos dĂas, apenas conseguĂa conciliar el sueño y sentĂa mi cabeza cada vez más abotargada, mi mente más lenta, mis ojos más pesados y nublados. CristĂłbal y su desapariciĂłn parecĂan tener la culpa de mis males. Hasta aquel dĂa.
Es a ti a quien debo dar las gracias por hacerme regresar a mi cordura. A ti, con tu cuerpo pálido, carente de vello, de mĂşsculo y casi de energĂa. A ti, que apareciste allĂ tirado, escondido bajo las hojas secas de los árboles del camino.
Aquella mañana fue otra más sin conseguir dormir. HabĂa vuelto a pasar la noche aletargado frente a mi escritorio, pegando cabezadas y dándome cabezazos con el propĂłsito de escuchar ruidos en mi cabeza que no fuesen los de mi respiraciĂłn. Por la mañana, tumbado en aquella cama mugrienta, no lograba quitarme el "pom-pom-pom" de la cabeza y era imposible dormir. Era la reverberaciĂłn de los golpes contra la mesa, estaba seguro, pero eran molestos, ya no me hacĂan falta y no podĂa parar de escucharlos cada vez que los ojos se me cerraban. Pom-pom-pom.
Me levantĂ© y, como mi madre me trajo al mundo, salĂ al camino de acceso al Observatorio. PensĂ© en hacer algo de ejercicio, quizá el cansancio se apoderase de mĂ y me dejase, por fin, dormir algo. Ya llevaba una semana acumulando la falta de sueño y el cerebro me estaba pasando factura. SentĂa que estaba a punto de explotar.
Me propuse aquella tarea, con las manos como Ăşnica herramienta. Arrancar los hierbajos que pudiese de los cientos y cientos que crecĂan en las aceras del acceso al edificio. Quizá, con esfuerzo y dedicaciĂłn, pudiese devolverle un aire saludable a aquel lugar. Aunque, la realidad era que el aspecto de aquel sitio me daba lo mismo, solo querĂa cansarme, cansarme tanto que me durmiese, aunque fuese allĂ tirado. DescendĂ por una rampa que habĂan improvisado para mi silla, hacia el camino. Me acerquĂ© al inicio de la acera y, como buenamente pude, me bajĂ© de la silla y me sentĂ© en el suelo. PodrĂa moverme unos cuantos metros arrastrándome. Me di cuenta de mi incongruencia, de mi propia locura, allĂ tirado, desnudo, arañándome la piel con aquel suelo resquebrajado, con las ramas que de Ă©l salĂan. Pero me daba igual, hasta agradecĂa algo aquel dolor, por fin un sentimiento de vida.
AvancĂ© con mi tarea mucho más de lo esperado. El sol apretaba y deduje, por su posiciĂłn, que debĂa llevar allĂ más de media docena de horas. HabĂa recorrido un buen trecho del camino cuando vi tu pie. Tu pálido pie.
Me acerquĂ© ayudándome de los codos y de los brazos y retirĂ© algunas de las hojas que te cubrĂan el cuerpo. Al principio pensĂ©, sinceramente, que estabas muerto. No te movĂas, estabas pálido y frĂo como la nieve, ni siquiera te sentĂa respirar o veĂa el más leve movimiento de tu pecho que miraba hacia el cielo. Y entonces, como por arte de magia, te incorporaste. Me tocĂł mirar hacia arriba y mi sorpresa fue encontrarme de frente con aquel miembro colgante y flácido. ElevĂ© lo suficiente la vista para observarte la cara. Me mirabas con curiosidad. La escena no era para menos. TĂş, allĂ de pie, desnudo, y yo, tirado en el suelo, desnudo tambiĂ©n. Me hubiese echado a reĂr de no haber sido porque tus movimientos espasmĂłdicos me pusieron muy nervioso.
Te sacudiste la arena y las hojas que te quedaban por el cuerpo y te alejaste un poco de mĂ. Escudriñabas con curiosidad y cierta sorpresa el lugar. Te hablĂ©, pero creo que entonces no me escuchabas. Me fui arrastrando de vuelta a mi silla, algo que me llevĂł un poco de tiempo porque me habĂa alejado bastante. LogrĂ©, con bastante esfuerzo, subirme a ella y, una vez colocado, me fui hacia ti. Te observĂ© aquella masa sanguinolenta y blanducha que te salĂa de la cabeza, aquello no tenĂa muy buena pinta... PensĂ© que lo mejor serĂa acompañarte dentro y curarte aquello bien, no fueses a coger una infecciĂłn.
Con unas pinzas de la cocina y un montĂłn de papel higiĂ©nico fui quitando aquella masa asquerosa y maloliente. No debĂa de dolerte porque no dijiste ni mu; un valiente me pareciste, la verdad. Yo te contĂ© lo que hacĂa allĂ y tĂş me dijiste que no sabĂas muy bien cĂłmo habĂas llegado a aquel lugar, que vivĂas a las afueras de Diez Ciudades y que lo Ăşnico que recordabas era que te habĂan molido a palos. A partir de ahĂ, todo habĂa sido oscuridad y frĂo, hasta que te despertaste a mi lado. Me diste las gracias por la ayuda prestada y yo pensĂ©, que, en realidad, tampoco es que yo hubiera hecho nada. Lo cierto es que cuando por fin dejamos tu cabellera rubita, limpia de aquella porquerĂa, comencĂ© a ver un montĂłn de moratones por todo tu cuerpo paliducho. Te habĂan dado una buena paliza. SentĂ compasiĂłn.
Te dejĂ© algo de ropa, te quedaba todo un poco grande, pero te servirĂa para ir tirando. Me esforcĂ© porque comieses un poco, hasta me trabajĂ© un buen plato caliente porque tenĂa pinta de que lo necesitabas. Pero no tocaste ni la cuchara. Tampoco parecĂa que estuvieras sediento, el vaso de agua se quedĂł tal cual te lo puse. En fin, todo serĂa cuestiĂłn de tiempo.
Me dijiste que no sabĂas a dĂłnde ir, que te sentĂas como fuera de toda realidad y que tu tiempo con los tuyos se habĂa acabado. Me dio mucha ternura y, a la vez, tristeza escucharte decir aquello, pero lo cierto es que te entendĂa demasiado bien. Te contĂ© que yo llevaba allĂ solo más de seis años, que sentĂa que no habĂa mundo más allá de aquel Observatorio. Que en las Ăşltimas semanas se me habĂa ido la cabeza, que no conseguĂa dormir y que estaba perturbado.
Viendo aquel panorama, convenimos que podrĂamos ayudarnos mutuamente. Aquel podrĂa ser tu nuevo hogar y tĂş mi nuevo compañero. Te hablĂ© del joven chico que cada viernes nos traerĂa la comida y te invitĂ© a presentártelo prĂłximamente. Te alegrĂł saber que tendrĂamos visita. A pesar de que estabas bastante ofuscado con la idea de no saber cĂłmo ni por quĂ© habĂas llegado allĂ, me decĂas que te sentĂas en paz con el mundo. Que a pesar de lo mucho que amabas a Ana no sentĂas su ausencia. Yo te contĂ© cĂłmo mis sentimientos y mis emociones se habĂan ido diluyendo y mi mayor hazaña emocional habĂa sido rasparme aquellas piernas inĂştiles con los baldosines del camino.
Nos impusimos nuevas rutinas juntos, como si fuĂ©semos una feliz pareja. Entre los dos volvimos a darle algo de vida a los alrededores de aquel edificio y por dentro, por dentro lo dejamos como la patena. HacĂamos planes para cada prĂłximo dĂa y reĂamos contándonos mil y una anĂ©cdotas de nuestras vidas. Tu presencia me devolviĂł mi sueño y, con Ă©l, volviĂł mi buen humor. Ahora que ya tenemos todo limpio y recogido no nos queda mucho más por hacer. Solo esperar.
Trajiste un reloj en la muñeca y ya se aproximan las 12 del mediodĂa. Juanma, el joven que me trae cada viernes la comida, está a punto de llegar. Acabo de oĂr su furgoneta, la más ruidosa del mundo debe de ser. La mĂşsica la lleva a todo trapo y, hasta desde aquĂ dentro, la podemos escuchar. Nos hemos agarrado las manos, lo cierto es que estamos deseando que Juanma entre por la puerta. Le esperamos ansiosos. Es más, llevamos casi una semana esperándole.
Los gritos de Juanma resuenan en la gran sala. Gritos y saltos, brincos y tacos que salen de su boca. Se le ha caĂdo el telĂ©fono mĂłvil al suelo. Se agacha a recogerlo y oigo sonar una arcada de su interior. Me gustarĂa tranquilizarle, decirle que no es para tanto, que estábamos deseando verle... Pero, extrañamente no puedo mover mis labios y los sonidos se quedan atrapados en la garganta. Oigo el zumbido de algunas moscas y me pica el ojo, pero no me puedo rascar. Juanma sigue a los suyo, ha vuelto a gritar. Ahora oigo sus pasos, da vueltas como un loco (otro más) alrededor nuestro, habla por telĂ©fono. Shhhh, los ruidos de estos bichitos en el oĂdo no me dejan escuchar. Juanma se va, despidiĂ©ndose con un «joder, hostia puta, no me lo puedo creer». Pero no ha cerrado la puerta. Vamos a coger frĂo.
A lo lejos se oyen ruidos, parecen sirenas, Âżla policĂa?, Âżuna ambulancia? ÂżLe ha pasado algo malo a Juanma? Al rato, esto se llena de zapatos y botas negras. Conversaciones por doquier, me están mareando la cabeza. Noto que me levantan, será que es hora de sentarme en la silla... y pierdo el tacto de tu mano. Pero no es una silla, es una cama, de las malas, por lo dura que es. Te pierdo de vista. Oigo un ruido plástico y, de repente, todo se vuelve oscuridad. Una cremallera ha puesto fin a lo poco que veĂa. Quiero hablar, quiero gritar, no sĂ© quĂ© ocurre. No sĂ© dĂłnde estás: CristĂłbal, ÂżdĂłnde estás?
En esta oscuridad surgen flashes con imágenes cada vez más nĂtidas que me hacen temblar. Ahora vuelvo a ver tu cara, ese rostro sin vello, ese pelo rubio, esa cara enfadada y a la vez juvenil. Me veo a mĂ, hablando contigo, en el jardĂn del Observatorio. Estás parado junto a una furgoneta, sacas cajas con comida y las depositas sobre un carro.
Pasas junto a mĂ, soltando un gruñido, ese que tanto odio, ese que tanto me perturba y que dejĂ© de oĂr. No quiero escucharlo más. Trato de arrancarte alguna conversaciĂłn, como hacĂa al principio de mis dĂas allĂ, pero no hay suerte, apenas cuatro palabras para decirme que es la Ăşltima vez que vendrás porque te largas. Y un nuevo gruñido. No lo aguanto más. Estás dentro de mi cuarto, ordenando la comida. Me acerco a ti, seguro de que me escuchas, pero prefieres seguir ignorando a este solitario.
Recojo un objeto que decora la estanterĂa. Es un planeta tallado en piedra. Me acerco por detrás de ti, estás ahĂ, agachado, colocando las verduras en el cajĂłn de la nevera. Elevo mis brazos con el objeto entre mis manos y bajo contra tu cabeza, asĂ, sin pensarlo ni un segundo. Es solo porque no quiero escuchar más tus gruñidos. Al tercer golpe tu cráneo se abre y deja salir a respirar tu masa cerebral acompañada de una importante cantidad de sangre. Decido dar un paseo.
Cuando regreso, tu cuerpo está inerte. Me bajo de la silla, me siento sobre el charco de sangre que ha emanado tu cabeza. Te desnudo. No entiendo muy bien por quĂ©. Eres dĂ©bil, pesas poco, un ser dĂ©bil y gruñón. Antipático, egoĂsta, que lleva seis años ignorándome, pero no puedo dejar que te vayas y no vuelvas. Ya no me vas a ignorar más, lo sĂ©.
Durante unos segundos, todo se vuelve negro de nuevo y el siguiente flash me deja claro que tu reapariciĂłn no fue casual, viniste a buscarme. A sacarme de mi locura, a llevarme junto a ti. Ahora veo nuestros cuerpos yaciendo en el suelo frĂo de mármol negro de la gran sala. Me agarras la mano, no sĂ© si para que no huya detrás de mis propios fantasmas o si es para protegerme de aquellos. Pero allĂ estamos, ante los ojos desorbitados de Juanma. Dos cuerpos, en diferentes estados de descomposiciĂłn. Veo las estrellas por las grandes cristaleras de la sala. Mi amigo, el telescopio, parece despedirse de mĂ mostrándome la inmensidad del universo. Y de nuevo la oscuridad.
Ya no oigo voces de nada ni de nadie, tampoco mi respiraciĂłn. Te echo de menos. No sĂ© cĂłmo llegaste hasta aquella parte del camino, no sĂ© cĂłmo pudiste llegar a cubrirte con la hojarasca. No sĂ© cĂłmo todos estos dĂas que hemos pasado juntos, no me di cuenta de quiĂ©n eras tĂş. Quizá porque ya no me gruñĂas, quizá por mi locura que quiso pensar en una nueva compañĂa. Quizá. Quizá, en otro sitio nos volvamos a encontrar querido amigo CristĂłbal.