Humedad Empapada
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Aquella noche, ni siquiera tuve el valor de mirarme al espejo. No quería verme, sabía cuál sería mi reflejo y, el mero hecho de pensarlo, me daba asco. Sabía que si asomaba ante aquel cristal, lleno de gotitas de agua mezcladas con pasta dentífrica, terminaría vomitando lo poco que tenía en el estómago.
Y es que apenas había comido aquel mediodía; mi estómago parecía querer decirme algo, estaba inquieto, revoltoso. Patri y Carmen comieron todo lo que les puse y sin rechistar, algo se masticaba en el ambiente desde que él entró por la puerta. Pero nadie dijo nada. Yo trataba de romper el silencio incómodo que se había gestado sin razón aparente, quizá su saludo poco cordial nos puso a todas al acecho. Pero no pasó nada. Yo no probé bocado. Tampoco nadie me preguntó por qué no comía. Y tampoco es que esto sea extraño. A veces, me siento un fantasma rondando por casa… Ya no hago caso de esta sensación, me habré acostumbrado. Como a todo, porque, al final, una se va haciendo a todo. Qué remedio queda.
Aquella noche, me quedé en el salón. Cuando la situación está extraña, ya no hace falta que él me diga nada. Yo escucho el portazo en nuestra habitación y sé que no me está permitida la entrada.
Aquella noche, ni siquiera me dejó una de las mantas que guardamos en el armario para cuando tengo que dormir en el sofá. La verdad es que la hubiese agradecido, estaba helada. No paraba de temblar; la temperatura de casa no era mala. Manché la colcha, pero ya la echaría a lavar antes de que él se levantase y echaría un producto para eliminar la sangre reseca.
Aquella noche, hubiera querido llorar, sin embargo, por alguna extraña razón, no pude. Las otras veces, aunque nunca había sido para tanto, me echaba a llorar abrazándome las rodillas en alguna de las esquinas libres del salón. Cuando él ya no me veía, claro, porque no le gusta verme llorar y yo no quiero enfadarle más cuando viene mal del trabajo. Pero aquella noche… no sentí esa tristeza infinita que había sentido otras veces; ni esas sensaciones de nostalgia y soledad que solían atenazarme y provocaban cascadas saladas resbalando por mi rostro. No, aquella noche, cuando apretó por segunda vez mi rostro contra la pared de gotelé del pasillo, sentí que no solo el pómulo se había roto, sentí que algo más en mi interior se había hecho añicos. Incluso creo que lo escuché y que, por estar pendiente de ese ruido extraño en mi interior, no llegué a percatarme del siguiente golpe que me partió el labio y la nariz. Cuando caí al suelo, seguía inmersa en hallarle una explicación a ese ruido. Por fortuna, se cansó a la segunda patada en las costillas y se marchó a la habitación cerrando, como siempre, de un golpe la puerta. No le volví a escuchar en toda la noche.
Aquella noche, cuando reaccioné y comencé a incorporarme del suelo, mi pensamiento se disoció: pensaba en qué era aquello que había escuchado y que era ajeno a los golpes recibidos; pensaba en que ojalá que Carmen y Patri no hubieran escuchado nada. Él no hace demasiado ruido. No chilla. Le gusta el silencio. No habla. No dice nada, simplemente golpea y se marcha.
Aquella noche, me levanté como pude. El dolor era indescriptible y se alternaba entre la cara, que sentía arder, y el costado. Me senté al borde del sillón. Me temblaba el cuerpo, estaba helada y, a la vez, lo sentía arder. Durante varias horas, permanecí allí, sin más. Sin llorar. Algo había cambiado, no sentía lo que otras veces. De pronto, pensé que quizá aquel sonido extraño había roto alguna conexión en mi sistema nervioso y la emoción de la tristeza y las sensaciones de soledad y nostalgia habían desaparecido de mí para siempre.
Fue ella, aquella mujer menuda con la que me choqué nada más salir del portal. Serían las cinco de la mañana cuando dejé de mirar al infinito, al vacío, a la nada más absoluta. Me levanté del sofá y caminé despacio, tampoco podía hacerlo de otra manera, acercándome al cuarto donde dormían las niñas. Como si de un autómata se tratara, apoyé mi mano sobre la puerta. No sé quién actuaba en aquel momento, si tuviera que jurar que lo hacía yo, no podría. No era consciente de estar mandando ningún tipo de mensaje a mi cerebro, no tenía consciencia de haber tomado una decisión, de tener un objetivo por el que en ese instante estaba allí, plantada delante de la puerta, con mi mano izquierda apoya a la altura de mi hombro. Yo no había decidido eso. Como tampoco decidí coger una bolsa de la cocina y dirigirme al cuarto de baño. Mis pasos eran lentos, pero tampoco sentía que tuviera prisa. Daba igual. En el baño, recogí mi cepillo de dientes, la pasta, desodorante, el cepillo del pelo y un par de gomas. No necesitaba encender ninguna luz para realizar aquella tarea y no levanté mi cabeza hasta que no abandoné la estancia. No es que, en aquel instante, pensase que no debía levantarla para evitar verme en el espejo, aunque fuese a oscuras, no. No decidí tampoco eso, ni coger las deportivas que aquella mañana había dejado en el zapatero de la entrada. Ni siquiera calzarme, con un esfuerzo increíble generado por un dolor que tampoco alcanzaba a sentir como mío.
Aquella madrugada, salí de casa. Apretándome las costillas con una mano y con la otra sujetando la bolsa con mis enseres y el bolso, me metí en el ascensor. Mi dedo, igual que había pulsado en el pasillo la tecla de llamada, pulsó dentro el piso cero. En pocos segundos las puertas se abrieron y yo salí a la calle. No miré, no paré y no esperé, como hacía siempre, a que la puerta se cerrase. Y ahí fue cuando ella me arrolló a pesar de su ligero peso y su corta estatura. Caí de nuevo al suelo y ella cayó sobre mí. Sé que el golpe contra el suelo me dolió, sé que mi cuerpo entero se estremeció, pero, de nuevo, no sentí aquello como algo que me estuviera ocurriendo a mí.
Aquella madrugada, ella se levantó rápidamente. Se disculpó infinidad de veces, aunque a mí el sonido de su voz me llegaba de manera extraña, como si estuviese muy lejos. Se agachó para comprobar si estaba bien y, entonces, un grito y una mueca de espanto llenaron el silencio de la calle. Aquel grito me despertó, me sacó del letargo, conectó algún botón que se había desconectado de mi cerebro. Aunque no llegaba a verla de frente, allí tirada en la calle, el dolor se propagó por mi cuerpo como un vendaval del que es imposible escapar y brotó por mi garganta y, una milésima de segundo después, por mi boca, una ira contenida que había surgido de mis entrañas y que adquirió la forma de aullido. De grito. Un grito tan intenso, tan doloroso, tan rabioso, que aquella mujer tuvo que taparse los oídos.
Aquella madrugada, después de ayudarme a levantar, de entender que mi rostro nada tenía que ver con su carrera nocturna en busca de eliminar el estrés tras una guardia complicada, escuchó con paciencia la historia de mis últimos cinco años junto al hombre que, seguramente, descansaba a pierna suelta en nuestra cama. Me reconfortó tras cada golpe que con mi puño daba sobre el banco en el que estábamos sentadas. Me abrazó cuando entendí que aquella noche me había marchado de casa por la misma razón que no me había mirado al espejo: vergüenza; ante mí misma y ante mis hijas cuando se levantasen a la mañana siguiente. Vergüenza era la encargada de que algo dentro de mí se hubiese fraccionado, se hubiese quebrado y, esa misma vergüenza, bajo la fresca temperatura de la madrugada vallisoletana, se había transformado en ira, en desprecio, en rabia.
Aquella madrugada, ella y yo misma entendimos que aquellos sentimientos de vergüenza, de odio, de ira, de rabia, de desprecio, no iban dirigidos hacia el hombre que me aterrorizaba desde hacía años, sino hacia mí misma. Aquel ruido, había enviado un mensaje que nunca jamás olvidaría: no es él quien te hace el daño, eres tú que se lo sigues permitiendo.
Aquella madrugada, recorriendo algunas calles de la ciudad montada en un coche patrulla junto a aquella corredora desconocida y un par de agentes, me hice una promesa que, a fecha de hoy, sigo manteniendo: no más avergonzarme de mí misma, no más odiarme a mí misma, no más despreciarme a mí misma. Aquellos ojos castaños que me miraban con la mayor de las ternuras, aquellas manos sueves y frescas que acariciaban las mías, me enseñaron de nuevo algo que había olvidado: debía cuidar de mí y de mis hijas, y ese cuidado solo el amor, únicamente el amor profundo hacia ellas y hacia mí, sería capaz de hacer que todas las heridas fueran cicatrizando como debían. Y, a partir de ahí... A partir de ahí, sería otra historia.