Inquietudes corrientes
21 de abril de 2021Un Café con Sorpresa
14 de junio de 2021Marta quisiera esfumarse bajo la sábana de su cama en ese momento. En cambio, está, a plena luz del día, metida en su coche y llorando como una niña pequeña.
Luca patalea, en medio del pasillo del supermercado, llamando la atención del resto de clientes que, a esas horas de la tarde, aprovechan para hacer la compra. Se ha tirado al suelo, a grito pelado se restriega contra el pavimento sucio y pisoteado mientras da patadas que le hacen girar como si fuese una peonza pesada.
Laura cansada de escucharle y de llevar de pelea en pelea desde que lo recogió a las cuatro de la tarde de la guardería, decide acercarse al lineal de nuevo y coger la bolsa de caramelos, con sabor a fresa y un dibujo de un oso panda rosa, que se le ha antojado a Luca. No han servido de nada los "noes", ni los "otro día lo compramos", ni los "deja de gritar", los "deja de llorar", los "no me hagas enfadar", los "te estás portando muy mal" y ni, tan siquiera, hacer como que el niño no existe. Echa mano de la bolsa del oso y se agacha para acercarse a Luca, cuyos gritos están a punto de hacerle estallar los tímpanos. «Ya está, toma y cállate», le dice ella con el rostro más rojizo de lo normal debido al bochorno que está pasando. "La madre que parió al niño, o el padre, que no está aquí, menudo rato me está haciendo pasar. A ver si se calla de una santa vez y puedo terminar de hacer la compra sin que medio supermercado nos esté mirando", piensa.
Julián observa la escena desde el fondo del pasillo. «Con dos cojones», musita mientras niega con la cabeza en señal de desacuerdo. Y resopla.
Marta, que está tan solo a un par de metros de Julián, le ha escuchado y se vuelve a mirarlo, cómplice. Ella también ha sido espectadora. Le sonríe. «Pues, al final, el niño se ha salido con la suya. Ya podía haberle dado la bolsita antes y nos hubiéramos ahorrado diez minutos de llantos y gritos», le dice al otro muy bajito.
Julián afirma moviendo la cabeza. «Bueno, ya se dará cuenta de que en la vida las cosas no son así. Que ni las pataletas, ni los gritos, ni los llantos suelen hacer que nos salgamos con la nuestra. Menudo golpe se llevará en la vida si le enseñan como lo están haciendo», añade él.
Marta está de acuerdo. Durante un rato se quedan charlando sobre la buena o mala educación; sobre el buen o mal hacer de esa madre y de otras. Hablan de la educación de antes, de la zapatilla voladora de mamá o el azotazo de papá delante de quien hubiese, o de que bastaba una mirada furibunda para entender que había que parar o sería peor.
Laura pasa por caja. Luca lleva la bolsa de caramelos. La dependienta, otra testigo más, sabe que si intenta quitarle la bolsa hay bastante riesgo de volver a escuchar al niño. Una cajera inteligente, que busca el artículo por descripción y se ahorra otro mal rato. Laura lo agradece y le sonríe.
Por fin pueden irse a casa. Está muy disgustada con Luca y en el coche le reprenderá, aunque es muy pequeño aún y no entenderá lo que le diga. Le pone el cinturón de seguridad: «Luca, ¿dónde está la bolsa del osito?» le pregunta al niño mientras termina de abrocharle. «Ya no la quiero mamá, ya no me apetece».
A Marta le habría encantado patalear contra el suelo, gritar como una loca y cagarse en todo lo cagable. Lo más a lo que llegó fue a llorar como una niña pequeña a la que no le han comprado su caramelo preferido, pero que sabe que de ahí no debe pasar si no quiere que las cosas se compliquen más. Es de la época de la chancla voladora.
Se ha montado en el coche, arranca y conecta el aire acondicionado. Necesita bajar su temperatura corporal. Pero al momento, un escalofrío invade su cuerpo y necesita volver a apagarlo. Las lágrimas se apoderan de ella y su rostro se vuelve un charco de agua sucia a causa del rímel y del maquillaje. Los mocos han invadido hace rato la parte superior de sus labios y amenazan con colarse entre ellos si no los retira de inmediato. Llora y llora sin parar. Quiere que su madre, o una madre cualquiera, o cualquiera directamente, la saque del coche y la abrace y le diga que todo va a pasar, que no pasa nada, que estará bien. Pero nadie mira a Marta que está montada en su coche. Aprieta el volante con las dos manos. Ha dejado de mirar por los retrovisores hace apenas un par de segundos. Él ya ha desaparecido de su ángulo de visión.
Si fuese una comedia romántica, él se habría vuelto y habría regresado al coche, y habría llamado con los nudillos a la ventanilla. Y ella, apoyada en el volante habría levantado la cara, una cara llena de lágrimas sobre un rostro limpio y reluciente en el que esas gotitas cristalinas resbalan sensualmente. Levantaría su lindísima cara y le miraría sorprendida. Él abriría la puerta, le ofrecería su mano, ella saldría del coche. Se mirarían intensamente a los ojos, como perdonando la estupidez cometida, como diciéndose: «en qué estábamos pensando». Se fundirían en un inmenso, cálido y fuerte abrazo, mientras, él empujaría la puerta del coche para cerrarlo. Ella le daría al botón para cerrar y, juntos, abrazados, caminarían por la acera hasta llegar al portal de la casa de él, casa que habían abandonado juntos, hacía unos minutos, tras haber decidido poner punto final a su relación. Y, desde el mismísimo portal, se deleitarían besándose con una pasión inusitada, como sacada de las mismísimas entrañas. En el ascensor, sus besos y abrazos serían aún más intensos y los llevarían a entrar en la casa, prácticamente, arrancándose la ropa. Y bla, bla, bla, bla.
Marta no está en una película.
Marta no es una niña pequeña a la que por patalear le vayan a devolver eso que quería. De nada le han servido las lágrimas, ni siquiera las súplicas por las que ahora se siente tan sumamente patética. Lo piensa y golpea (no muy fuerte) su cabeza contra el volante, acompasándolo de una retahíla de "eres gilipollas, muy tonta, una estúpida". Se trata de sosegar, a la vez que retira los mocos con un trozo de papel que ha encontrado en uno de sus bolsillos. "Shhhhh, shhhh, ya, lo hecho, hecho está. Lo has hecho lo mejor que has podido. Ya está, no pasa nada. Perdónate y sigue adelante". «¿Por qué nunca me salen bien estas cosas a mi?, ¿por qué siempre va todo del revés?», se pregunta en voz alta, enfadada, triste y al momento se regaña: «no, no eres una víctima. Esto ha salido como tenía que salir, ya está. A veces se gana, a veces se pierde. Y, ten por seguro, que él pierde más que tú». Pero vuelve a llorar, ni siquiera termina de creerse sus palabras.
Mete marcha atrás, mientras sorbe algunos nuevos mocos que buscan salida por la nariz. Un último vistazo por el espejo retrovisor. Le ha visto irse, no se ha detenido, no se ha girado. "Así, sin más, se va y ya está, a tomarse una cerveza y yo, mientras, aquí, a llorar como una gilipollas". Gira el volante, mete primera y se va. Se va mirando el paisaje urbano que ha estado visitando en los últimos meses. Se va recordando caminar junto a él por esas aceras, sus conversaciones, sus risas. Una cosa lleva a la otra, y reaparecen momentos en su cabeza.
«¿Por qué no sirve de nada patalear aquí? ¿Por qué no puedo conseguir mi bolsa de caramelos si grito, si lloro, si monto un espectáculo?», se pregunta. Y se responde: «porque si te salieras con la tuya de esa manera, ya no lo querrías, así no, así perdería su valor, porque serías tú quien está obligando a que te den, por huevos, la bolsa de caramelos».
Ni siquiera puede insultarle y llamarle cabrón o mala persona. No lo ha sido. Ha sido honesto, igual que ella, pero en el sentido contrario. Mientras conduce por la M-40, piensa que ojalá él se dé cuenta de que se ha equivocado; de que le merece la pena volver junto a ella; de que no hay una misma manera de querer a cada persona; de que no hay una norma preestablecida para amar a alguien. Pero a la altura de la carretera de la Coruña, se dice a si misma que "querer no es poder", -y bien que lo sabe ella, que ha estado también en el otro lado- y que por mucho que él quisiera estar con ella, si no puede quererla o creer que puede llegar a hacerlo, no servirá de nada.
Pero Marta sigue queriendo su bolsa de caramelos. Al llegar a casa, pocas lágrimas le quedan por echar. Se tira en la cama y patalea sobre ella. Se tapa la cara con la almohada y grita, grita y se queja y deja salir la rabia que siente. Pero sigue sin recibir la bolsa de caramelos, ni siquiera en forma de mensaje de texto con el nombre de marca: "lo mismo me he equivocado". Nada.
Sabe que todo pasará, que habrá otras bolsas de caramelos que se le antojarán, que unas le gustarán y otras no. Que unas estarán a su alcance y otras no. Pero, en ese momento, quiere la suya, la que tenía un shuriken como logotipo dibujado en la bolsa.
Laura mira a Luca sin saber muy bien ni qué decirle. El niño está jugando con un par de muñecos, ajeno a los pensamientos cruzados de su madre. Inspira hondo, cierra la puerta trasera y se dispone a conducir. «Vamos para casa caprichoso. Que sepas que la vida no funciona así. No todo lo que se quiere se consigue, solo lo que de verdad está ahí, para ti, lo que no requiere de semejantes esfuerzos. Ya lo sabes, Luca».